domingo, 3 de noviembre de 2013

¿UNA PERSPECTIVA “HEBRAICA” O “JUDÍA” DEL NUEVO TESTAMENTO?

¿UNA PERSPECTIVA “HEBRAICA” O “JUDÍA” DEL NUEVO TESTAMENTO?





Por: Irving Gatell.


Se ha puesto de moda en muchos ambientes cristianos el objetivo de “recuperar” el sentido “hebraico” o “judío” del Nuevo Testamento. No es cualquier cosa: se trata, sin ir más lejos, de acercarse de un mejor modo al significado “correcto” de lo que allí se enseña.

Naturalmente, los activitas judíos anti-misioneros (ya sea que estén involucrados con grupos judíos o noájidas) han señalado repetidamente que dicho planteamiento es incorrecto, y que el Nuevo Testamento -como producto terminado- es patrimonio espiritual e ideológico del Cristianismo.

Los defensores del “sentido hebraico del Nuevo Testamento” tienen dos severos problemas: el primero es que no existe un solo manuscrito antiguo del Nuevo Testamento que esté en hebreo. Los más antiguos están en griego, y los que están en arameo -lo más cercano al hebreo- están claramente traducidos desde los que están en griego.

Entonces, no se puede hablar estrictamente de una “recuperación” del “sentido hebraico del Nuevo Testamento”. Se trata, en el mejor de los casos, de una especulación basada en tomar como referencia el Judaísmo de la época y, a partir de ello intentar redefinir ideas, conceptos e incluso términos propios del lenguaje cristiano.

Me refiero a detalles como ya no llamar “apóstoles” a los apóstoles, sino “sheliajim”; o ya no hablar de “bautizo”, sino “tevilá”; o ya no llamar “Cristo” a Jesús, sino “Mashiaj” a Yeshúa. Naturalmente, estos detalles son superficiales del todo, y no alteran el significado del texto. De hecho, el primero en hacerlo de modo sistemático fue Franz Delitzsch, ministro de culto de la Iglesia Luterana, y que tradujo el Nuevo Testamento al hebreo para reforzar la labor de los misioneros luteranos que buscaban conversos entre los judíos.

Es un poco más complejo el asunto de los conceptos. Por ejemplo, hay temas donde el Nuevo Testamento está irremediablemente lejos de las creencias judías. Uno es el concepto de “muerte expiatoria del Mesías”. El Judaísmo rechaza una idea semejante, mientras que para el Nuevo Testamento es fundamental. Ante esto, muchos intentan “judaizar” el concepto y comienzan a usar la terminología judía tradicional sobre la kapará, pero es un hecho definitivo que NO EXISTE ninguna obra judía en donde se usen expresiones como las que el Nuevo Testamento aplica a la muerte de Yeshúa.

El otro problema es de índole histórica: el Nuevo Testamento refleja como contexto subyacente la problemática del Cristianismo del siglo II, no la del Judaísmo del siglo I.

Si el Nuevo Testamento fuera una obra de judíos -y, por lo tanto, inmersa en el contexto de creencias del Judaísmo- del siglo I, debería reflejar en cada página (por lo menos de manera indirecta) los conflictos que fueron radicalizando el nacionalismo antiromano y que finalmente devinieron en la violenta guerra contra Roma, después de la cual el Judaísmo pasó unos 20 años reorganizándose para enfrentarse a su nueva realidad (un Judaísmo sin Templo ni Casta Sacerdotal operativa).

No estamos hablando de cualquier cosa: el primer levantamiento armado contra Roma fue en el año 40 AEC, y las bases para la nueva etapa del Judaísmo estuvieron listas apenas en el año 90. Son 130 años en total, y durante toda esta época, el conflicto creciente contra Roma puso en una creciente tensión a todas las comunidades y tendencias judías de la época. Si tomamos en cuenta que la datación tradicionalista supone que el Nuevo Testamento se elaboró entre los años 40 y 95, entonces es obvio que debió ser contemporáneo de la parte más intensa y crítica del conflicto entre Judea y Roma. Por lo tanto, con mayor razón debería reflejar en cada detalle ese conflicto como trasfondo.

Pero no. Es algo que no sucede ni por asomo. En cambio, el contexto subyacente (e incluso explícito) que se asoma en todo el Nuevo Testamento es la controversia gnóstica, una diatriba propia del Cristianismo del siglo II.

La realidad es que ante esta situación fácilmente verificable (siempre y cuando se tenga un entendimiento claro de lo que es el Gnosticismo) no queda mucho o nada que discutir. Se pueden analizar los VESTIGIOS de Judaísmo que quedan en la redacción final del Nuevo Testamento, pero el hecho definitivo es que su forma y contenido están determinados por idea cristianas que ya no estaban interesadas en las diatribas del Judaísmo.

En esta ocasión quiero enfocarme en otro severo defecto en la argumentación de los partidarios de la “restauración del sentido hebraico” del Nuevo Testamento: la perspectiva limitada y errática que tienen del helenismo, entendido generalmente en contraposición al Judaísmo.

La idea que manejan es sencilla: el Nuevo Testamento es una obra judía, y la interpretación helenística construida por el Cristianismo posterior tergiversa su verdadero significado.

El error implícito en esta postura es que presupone que Judaísmo y Helenismo son posturas opuestas. Nada más falso: en el siglo I existió un Judaísmo Helenista profundamente complejo, al que pocas veces se le pone atención.

El inicio del Judaísmo Helenista comienza en el siglo IV AEC, con la conquista de Judea por parte de Alejandro Magno. Durante los dos siglos anteriores, Judea había sido una provincia del Imperio Aqueménida, inicialmente controlado por los persas, y luego por los medos.

Es una regla que los territorios sometidos al vasallaje político, religioso o económico también son sometidos en el aspecto cultural, y Judea no fue la excepción. Sin embargo, las diferencias entre Judea y los Medos y los Persas no eran demasiado graves. Incluso en el aspecto religioso, las afinidades resultaron muy cómodas, ya que los persas rendían culto a Ahura Mazda, una deidad única y de la que no se debían hacer representaciones (imágenes). Por ello, el vasallaje a estos reinos no se tradujo en un conflicto cultural grave dentro de la sociedad judía.

La situación cambió con la llegada de los griegos. Aunque la relación con Alejandro Magno y sus sucesores fue cordial y pacífica, a partir de ese momento la influencia cultural y religiosa que empezó a llegar a Judea fue la helénica, radicalmente distinta a la idiosincracia tradicional israelita. Como siempre en este tipo de casos, poco a poco un amplio sector de la aristocracia judía quedó fascinado con la “modernidad” proveniente de la cultura griega, y las diferencias sociales empezaron a acentuarse.

La tensión entre los grupos “modernizadores” y los sectores “tradicionalistas” fue intensificándose hasta que a inicios del siglo II AEC se llegó al punto insostenible, y en el año 167 AEC la guerra estalló. Durante los siguientes 9 años, los guerrilleros judíos -bajo el mando de Matatías, Judas Macabeo y Jonatán, sacerdotes rurales- se enfrentaron contra las tropas sirias, logrando imponerse para obtener el derecho de practicar libremente su religión.

Hasta este punto, el antagonismo entre Judaísmo y Helenismo -aún dentro de la sociedad judía- era evidente y más o menos parecido al concepto con el que suelen jugar los partidarios de una lectura “hebraica” del Nuevo Testamento.

Sin embargo, es obvio que ninguna dinámica humana puede ser tan maniquea como decir que “los judíos están de un lado y los helenistas del otro”. Con el triunfo de la guerrilla dirigida por Jonatán, este último se impuso como Sumo Sacerdote oficial y rey de facto en Judea, y con ello empezó el dominio de la familia Hasmonea, mismo que se extendió hasta el año 40 AEC.

Aunque enemigos de los helenistas originalmente, los Hasmoneos pronto mostraron que había distintos tipos de helenismo. La tendencia que fue derrotada y obligada al ostracismo fue la partidaria del helenismo sirio-seléucida, pero eso no afectó o limitó al helenismo en general. Jonatán estableció una fuerte red de colaboración con Roma (por entonces todavía una República, pero en plena fase de transformación que la llevaría a convertirse en un Imperio un siglo después), y eso fomentó otro tipo de helenismo dentro del Judaísmo, uno amable, patriota y refinado.

Naturalmente, la guerra contra los sirios determinó que Judea no fuera un lugar cómodo para los helenistas, y eso reforzó el papel de Alejandría como capital de este tipo de Judaísmo “moderno” (del mismo modo que Babilonia era la capital cultural del Judaísmo Fariseo). Este nuevo equilibrio de tendencias, por sí sólo, hubiera bastado para que el Judaísmo Helenista alcanzara un alto grado de desarrollo e influencia (que se puede notar en el hecho de que mucha literatura judía de los siglos II y I, sin ser pro-helenista, se escribió EN GRIEGO, como los libros de los Macabeos). Sin embargo, hubo dos procesos que hicieron que el helenismo evolucionara de una forma más compleja de lo previsible.

El primero se dio durante el auge del poder de los Hasmoneos, alrededor del año 100 AEC. Juan Hircano y su hijo, Alejandro Janeo, lograron la máxima expansión del reino Hasmoneo, y sometieron militarmente a muchas naciones vecinas con quienes había una profunda enemistad desde siglos antes. Una de las víctimas más importantes fue la nación Idumea, y Juan Hircano les arrebató el control de toda la zona occidental de su reino, obligando a sus pobladores a convertirse al Judaísmo.

Naturalmente, no fue una “conversión” en el sentido estricto de la palabra. Fue una imposición religiosa, con la que una población que tenía sus propias creencias y costumbres, una mañana amaneció con la noticia de que ya eran “judíos”. A fuerzas y con toda la celeridad posible tuvieron que asimilar las prácticas de una religión que no entendían.

Esta población idumea -previamente dominada por los sirios-seléucidas o los egipcios- estaba profundamente helenizada, por lo que la imposición de la religión judía se transformó -especialmente en los estratos más bajos y rudimentarios de la población- en una nueva religiosidad, oficialmente judía, pero profundamente impregnada de elementos paganos y supersticiones helénicas mezcladas con tintes locales.

El asunto se intensificó durante las últimas dos décadas del siglo I AEC. Para ese entonces, la situación política había dado un giro radical en Judea: la decadencia de los Hasmoneos permitió que Roma tomara control del país en el año 63 AEC, y en el año 40 AEC Roma nombró como rey etnarca a Herodes, un príncipe idumeo. Era una situación sumamente compleja: Herodes era descendiente de una de las familias obligadas a convertirse al Judaísmo más de medio siglo atrás, por lo que oficialmente era judío, y así fue visto siempre por Roma (un judío-helenista). Sin embargo, la población local siempre vio a Herodes como un vulgar extranjero, y las fricciones constantes se tradujeron en un gravísimo nivel de violencia interna. Cruel y paranoico, Herodes saldó su reinado con unas cien mil muertes, a juicio de los historiadores. La mayoría, hombres en edad productiva, situación que estuvo a punto de provocar un colapso total en la economía de Judea y sus alrededores.

Herodes lo resolvió de un modo tan simple como práctico: trajo al país una gran cantidad de extranjeros pobres, provenientes de provincias vinculadas con el naciente Imperio Romano. De ese modo, se fundaron varias ciudades helénicas en el territorio tradicionalmente israelita (especialmente en Galilea y sus alrededores).

Dichas ciudades eran cualquier cosa, menos judías. De hecho, la población realmente judía era mínima o incluso inexistente. Por lo tanto, la práctica religiosa en esos lugares fue la propia del helenismo politeísta y pagano.

Sin embargo, es una regla inevitable que toda población en el desarraigo tiende a generar mestizajes raciales, culturales y religiosos. En consecuencia, los grupos de extranjeros que se establecieron en la zona pronto empezaron a “judaizarse”, generando sus propias tendencias religiosas en las que mezclaron conceptos judíos, pero sin abandonar sus creencias particulares. A esto hay que agregar que el tipo de “Judaísmo” con el que más se identifiaron y fusionaron fue el que, casi un siglo antes, habían construido los extranjeros convertidos a la fuerza.

El resultado, si lo vemos desde una perspectiva religiosa judía y tradicional, fue un desastre: una amplia población que se identificaba como “judía” debido a las complejas dinámicas sociales de la época, pero que no era reconocida como tal por parte del grupo judío histórico (y, por lo tanto, genuino y legítimo). Peor aún: esta amplia población de pseudo-judíos desarrolló una religiosidad bizarra y sin ningún tipo de arraigo a los elementos tradicionales verdaderamente propios del antiguo Israel.

Por ello, toda la literatura judía de la época refleja una fuerte animadversión contra los “galileos”, señalados generalmente como los “am haaretz” (pueblo de la tierra, expresión para distinguirlos de los verdaderos israelitas). Dicha situación se presenta en los escritos rabínicos, y aún más marcado en los Rollos del Mar Muerto. Incluso, hay un fuerte eco en el Nuevo Testamento, aunque con una singular diferencia: mientras que los textos rabínicos y qumranitas se expresan de los “am ha-aretz” como gente inculta y rudimentaria, el Nuevo Testamento expone la otra postura, quejándose de los Fariseos y el resto de los judíos como gente soberbia e hipócrita.

Y es que no es noticia que el Nuevo Testamento cuenta la historia de un grupo de galileos (aunque se esfuerza en señalar que el líder, Yeshúa, era galileo “por adopción”).

¿Qué es lo relevante aquí? Que si por un lado los evangelios ubican el surgimiento del movimiento de Yeshúa en Galilea, por otro lado Hechos de los Apóstoles y las Epístolas de la tradición paulina ubican el mayor éxito de los primeros predicadores cristianos en la periferia de Judea. Es decir, en las zonas en donde más se desarrollarons los Judaísmos “bizarros” y profundamente mezclados con el helenismo.

Aquí radica el otro error de los partidarios de recuperar “el sentido hebraico del Nuevo Testamento”: pasar por alto (o de plano desconocer) que en el siglo I existió un Judaísmo Helenista que, estrictamente hablando, ni siquiera se le podría considerar Judaísmo. Su idioma normal fue el griego koiné, y estuvo integrado por amplios sectores de población mixta que nunca abandonaron sus creencias heredadas de las religiones helénicas.

En todo caso, el verdadero Judaísmo Helenista (me refiero al construido por judíos que se adentraron en la filosofía griega, pero que no se excedieron al mezclar conceptos paganos con conceptos judíos) fue el que se desarrolló principalmente en Alejandría, y que tuvo un destino curioso: tras el establecimiento del Cristianismo en esa ciudad, la represión e intolerancia se fue volviendo cada vez más insoportable, y las familias judías no tuvieron más remedio que emigrar. La mayoría se trasladó a Roma, la única ciudad lo suficientemente cosmopolita como para que se sintieran cómodos, pero allí también los alanzó la intolerancia cristiana. Poco a poco, continuaron su migración hacia las fronteras norteñas del Imperio Romano, y fundaron varias comunidades judías entre Lyon y Colonia. De ese modo, sentaron la base para la consolidación del eventual Judaísmo Ashkenazí.

En contraparte, es un hecho bastante fácil de demostrar que el Cristianismo surgió en los ambientes Judeo-Helenistas propios de las poblaciones mixtas que abundaban en Galilea, Decápolis, Idumea, Nabatea, Fenicia y Siria. Por eso, en el Nuevo Testamento se refleja una complejidad que revuelve elementos judaicos con elementos helénicos.

Los adherentes a la creencia de que hay que rescatar “el sentido hebraico” del Nuevo Testamento fallan al no tomar en cuenta que, desde un siglo antes del nacimiento de Yeshúa, ya existía un “Judaísmo” en donde todas estas mezclas ya se habían consolidado, cuyo idioma era única y exclusivamente el griego, y que al ser heredero de un mestizaje cultural y religioso ni siquiera era, en sentido estricto, Judaísmo.

Al no estar enterados, piensan que el único “contexto hebraico” posible es el Fariseo, y su intento no es por “recuperar el sentido hebraico”, sino el “sentido farisaico” del Nuevo Testamento, algo tan improbable como inverosímil.

El Nuevo Testamento es el primer gran producto cultural de esta nueva religiosidad, mezcla de un pseudo-judaísmo y helenismo, gestada en las poblaciones igualmente mixtas que surgieron como consecuencia de las complejas dinámicas sociales que afectaron a Judea desde el siglo III AEC.

Ese es el único “contexto hebraico” al que hay que recurrir. Todo lo demás es falacia.

La prueba definitiva es que NUNCA se han encontrado -ni se van a encontrar- manuscritos hebreos antiguos del Nuevo Testamento. El hecho de que el idioma griego sea el original de estos escritos evidencia la cuna de esta colección que, con justa razón, es el patrimonio espiritual del Cristianismo, una religiosidad que no surgió desde el Judaísmo, sino desde un helenismo que había incorporado ciertos elementos externos judíos, pero sin afectar su esencia politeísta y pagana.